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El balón no miente

Publicado por : juan jose a : jueves, 26 de noviembre de 2020 0 comentarios
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 Por Cristóbal Baquero

“Yo me equivoqué y pagué, pero el balón no está manchado”. 

 Era el 10 de noviembre de 2001 y así terminaba Maradona su discurso de despedida vestido con el 10 de Boca en una abarrotada y emocionada bombonera. 

Llegó al mundo 41 años antes en Villa Fiorito y del mismo modo que Mohamed Alí no había nacido solo para repartir crochets o jabs en un cuadrilátero, a Diego no se le había dotado de su don para practicarlo en Barcelona rodeado de buenos jugadores y condiciones favorables. Demasiado fácil.

 “Un gran don conlleva una gran responsabilidad”. Maradona no sorteó lo que el destino le tenía reservado. Convencido del poder de su talento y armado con el brazalete de capitán de todos, voló hasta el sur de Italia en busca del lugar apropiado para su desembarco. Nápoles era la elegida. 

Custodiada por el Vesubio y con una gran riqueza histórica, cultural y patrimonial, era, como el resto del sur de Italia, una ciudad humillada por su situación económica, su desempleo y su cada vez más emergente economía sumergida y, dividida y degradada por la camorra napolitana.

El fútbol era fiel reflejo de la división entre el norte y el sur de Italia. Los aficionados napolitanos eran objeto de cánticos injuriosos y desprecios constantes allí por donde pasaban e insultos como: “Terrones” o “¡Vesubio lávales tú!”, eran el mantra de cada estadio.

  Senti che puzza, scappano anche i cani
 stanno arrivando i napoletani
 oh colerosi, terremotati,
 voi col sapone non vi siete mai lavati 
Napoli merda, Napoli colera,
 sei la vergogna dell’Italia intera 

 El 5 de julio de 1984 Maradona se presentó ante un San Paolo atiborrado de napolitanos enfervorecidos, ávidos de alguien que les salvara su ánimo herido y Diego, enfundado en el 10, con el horizonte visualizado y su poder intacto, convirtió su tristeza en alegría, sus nubarrones en luz y su deshonra en exaltación. Con él jamás sucumbieron al desaliento y una temporada después les conquistó Italia para ellos. Mientras estuvo con ellos jamás volvieron a sentirse desangelados. Tomada Italia, el talento de Diego estaba destinado a una empresa mayor, Argentina. 

 Desde marzo de 1976 hasta diciembre de 1983 Argentina estuvo bajo el yugo de la dictadura militar del general Videla. Durante este periodo el país estaba sumido en el paro, la pobreza y una continua violación de los derechos humanos. 

 La contienda de las Malvinas en abril de 1982 precipitó la caída de la dictadura y restauró la democracia, pero no contribuyó a levantar la moral del pueblo argentino, herido en sus entrañas más profundas, en su estima, en su dignidad. Maradona dibujó en México’86 su lienzo más sublime. Cómo si de un guion hollywoodiense se tratase, todo estaba alineado para que el 10 consumara la obra para la cual estaba destinado y Maradona no iba a dejar escapar la oportunidad de desagraviar a su pueblo.


Diego Armando Maradona ganó el mundial para su país, eliminando en cuartos a Inglaterra fabricando el gol más importante de la historia de los mundiales. Reparó el daño causado durante años al pueblo argentino, elevó su moral a cotas insospechadas y convirtió un pueblo resignado en el más orgulloso de todos. Como futbolista nunca un jugador fue tan admirado por compañeros y rivales. El jugador que más corazón y pasión puso en un campo de fútbol.

 El que más lo amó. Inspiró a todos sus compañeros hasta lograr de ellos que fueran mejores de lo que creían que eran. Todos los jugadores vivieron bajo el paraguas que les proporcionaba Maradona. Capaz de enfrentarse a la FIFA, a la UEFA o a cualquier otro estamento que amenazara a un compañero o a alguien que se lo pidiera. Se inventaron todo tipo de tácticas, aparecieron los scoutings. 

Nada pudo derrotar su talento. No inventó nada nuevo, ya lo hicieron Di Stéfano y Pelé, pero elevó la belleza y la plasticidad de cualquier acción en una cancha a la máxima expresión, sorteando piernas disfrazadas de guadañas y canchas llenas de trampas que hoy herirían los sentidos del más intrépido. Nadie jugará más bonito jamás.

 Su dimensión, como el otros elegidos, traspasa los límites de su deporte. Hay un antes y un después tras cada uno de ellos. Y Maradona, después de su viaje a nuestro mundo para cumplir con su destino, vuelve al olimpo de donde procede, donde lo esperan Di Stéfano y Cruyff, y Alí y Nuréyev, y algunos otros, de todos los ámbitos, que estuvieron entre nosotros para cambiar algo y divertirnos a todos. 

Y se llevará su balón, el que nunca fue manchado, el que tanto le obedeció y al que trató como ningún otro jugador antes había tratado. Y se lo llevará para que los demás no lo ensucien con su impureza. Nos prestará otro para que juguemos y nos dejará un legado indisoluble e imborrable. Que la persona no nos impida descubrir al genio. 

 Gracias DIEGO.

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